Intento integrar en este espacio informes, datos, opiniones, sobre el tratamiento de la Leucemia Mielóide Crónica en particular y del Cáncer en general y compartir las experiencias de vida, discutir los condicionantes socioculturales y medioambientales que determinan los tratamiento que realizan los pacientes. Aspiro a generar un espacio de comunicación con todos aquellos que como yo, realicen tratamientos por enfermedades graves. Sin pretensiones autoreferenciales, me dispongo a compartir con pacientes, familiares y médicos, la palabra, que acompañe este azaroso recorrido. Transito este tiempo con la enfermedad Leucemia Mielóide Crónica, Cromosoma Ph.+.

martes, 29 de septiembre de 2009

Informe levantado en EL ARGENTINO, matutino de distribución gratuita en C.A.B.A.

La vida después del cáncer
La Argentina tiene la mayor proporción de sobrevivientes oncológicos de América Latina. Estigma y reservas internas para salir adelante.
Fue durante una revisión de rutina en el Cenard, antes de viajar a un torneo. Lucas Arnold Ker tenía 32 años, doce como profesional, una trayectoria respetable como doblista argentino en la Copa Davis y un puesto 78 del ranking ATP de dobles, en el que había llegado a alcanzar la posición 21. Pero entonces, esa tarde de agosto de 2006, le descubrieron un cáncer de testículo y el mundo pareció derrumbarse a su alrededor. “El día que desperté después de la operación, me toqué y me di cuenta de que me faltaba un testículo, la verdad es que fue un shock muy grande”, recuerda. El médico le dijo que existía un 40 por ciento de probabilidad de que el cáncer volviera, que debería recibir medicación oncológica, pero en ese momento Arnold prefirió volver a jugar, intentar recuperar su vida normal y, mientras tanto, realizarse estudios periódicos. “Pero al segundo mes me detectaron que el cáncer había vuelto y tomado el pulmón y parte del estómago. No me quedó otra que empezar la quimioterapia”, cuenta.
Dos años después, Arnold es una de las caras de la campaña del Consejo Publicitario Argentino y la Fundación Sales “Mirá el cáncer del lado de la vida” (www.ladodelavida.org), en la que aparece junto a la nadadora Sandra Goldin, que tuvo un cáncer de mama, y al ex futbolista Juan “Lagarto” Fleita, a quien le diagnosticaron linfoma de Hodgkin en enero de 2003. “Una vez, recién empezado el tratamiento, quise salir a correr y me encontré tan débil que no pude hacer ni diez metros”, cuenta Arnold. “Yo estaba muy mal. Tenía una depresión terrible. Me sentía al borde de la muerte”. Pero ahora, recuperado, de vuelta en el circuito, transmite un mensaje redentor: “Ahora siento una gran fortaleza. Antes me hacía problemas por cualquier cosa, y ahora trato de disfrutar de todo. El cáncer se puede curar y nunca hay que perder las esperanzas”.
Arnold, Goldin y Fleita son exponentes visibles de una nueva categoría de pacientes y ex pacientes oncológicos: los “sobrevivientes”. Y su número aumenta a medida que se incrementa la expectativa de vida, aumentan los diagnósticos y mejora la efectividad de los tratamientos. En el mundo se calcula que hay 28 millones de sobrevivientes cuyas historias clínicas incorporaron la palabra “cáncer” en los últimos cinco años. Y según datos del último Atlas de la American Cancer Society, la Argentina es el país de América Latina con mayor proporción de personas que logran vivir como mínimo cinco años después de haberles sido detectado un tumor: 5,2 por cada 1.000 habitantes. Lo que significa que hay alrededor de 200.000 argentinos curados, controlados o que, al menos, fueron capaces de resistir durante más de un lustro los embates de la enfermedad.
Para Guillermo Soto, ginecólogo experto en patología mamaria, el cáncer se suele relacionar con la muerte porque, históricamente, muy pocos pacientes lograban sobrevivir. Era la época en que se “perseguía” a las células con el bisturí, y aquél que se curaba pagaba un precio físico muy alto.
“Hoy contamos con más herramientas: cirugías mínimamente invasivas, radioterapia y quimioterapia, que ayudan a prolongar la sobrevida o a curar”, agrega Soto, quien es fundador y presidente de Red Oncológica, una ONG argentina que brinda información a pacientes. El diagnóstico precoz resulta ser clave en muchos casos: cuanto menor sea el tamaño del tumor, mayores son las chances de eliminarlo. En el cáncer de mama, por ejemplo, un tumor menor a un centímetro de diámetro tiene una sobrevida a 20 años de casi el 90 por ciento. Y una lesión maligna de colon, agarrada a tiempo en una fase temprana, se cura en el 95 por ciento de los casos.
Hay un libro que fue determinante para la recuperación de Arnold. Se llama “Mi vuelta a la vida” y fue escrito por el ciclista Lance Armstrong. “Él era un deportista de alto rendimiento que pudo superar el cáncer y seguir siendo exitoso en su deporte. Mientras yo sentía una muerte interna, él siempre pensó que iba a salir”, señala el tenista.
A fines del mes pasado, en Dublín, Armstrong presidió la Cumbre Global del Cáncer Livestrong, organizada por su fundación. El ciclista reconvirtió la épica deportiva en liderazgo motivacional. Cuando tenía 25 años, en 1996, le detectaron un tumor de testículo. Y constataron que el foco maligno había hecho metástasis en el cerebro y los pulmones. El pronóstico era “francamente malo”, explica a Newsweek un oncólogo argentino que conoció su historia clínica. Pero Armstrong pudo acceder a una terapia entonces experimental, que incluía cirugía y un régimen especial de quimioterapia, y logró curarse.
Después ganó siete veces el mítico Tour de Francia y se transformó en un ejemplo inspirador para millones de pacientes en el mundo. “Mi doctor me dijo que podía elegir dos puertas una vez finalizado el tratamiento: la del silencio, o la de quien comparte su experiencia con los demás como parte de la obligación de estar curado”, dijo Armstrong ante 500 delegados de todo el mundo, micrófono en mano, tono de predicador. “Y yo acepté el desafío”.
Armstrong está empeñado en usar su imagen y su palabra para conquistar más fondos en la lucha contra el cáncer. Durante 2009, habrán sido diagnosticados 12,9 millones de nuevos casos en el mundo. Y para 2030 esa cifra se va a duplicar. Por otra parte, un flamante estudio de la Economist Intelligence Unit revela que sería necesario gastar US$ 217.000 millones en el mundo para garantizar que todos los países estuvieran a la par de aquellos con menores tasas de mortalidad por la enfermedad: ¡una cifra próxima al PBI de la Argentina!
Pero el problema del cáncer no empieza en la falta de dinero, sino en la carga emocional que rodea a la palabra. En su resonancia ominosa, en el camino que, más allá del resultado del tratamiento, puede llevar del diagnóstico al estigma y la discriminación familiar, sexual y laboral. A la vigencia de mitos, como que los tumores contagian. O, en términos de la intelectual estadounidense Susan Sontag, a la representación popular según la cual la mera mención del cáncer evoca el horror de una invasión generalizada, con escaramuzas imprevisibles y terapias brutales que representan una suerte de contraofensiva militar.
“El momento en el que te lo dicen es tremendo. Es como si uno tuviera la enfermedad más temible, aunque haya enfermedades más terribles”, señala Susana Fantino, una ex profesora de inglés que tiene 68 años y sobrevive al cáncer de mama desde hace veintiséis.
Mariam Suárez, la hija del ex presidente del Gobierno español Adolfo Suárez, pudo sobrevivir al cáncer durante once años, hasta su muerte, en marzo de 2004. En su conmovedor bestseller “Diagnóstico: cáncer” evocó “el momento más dramático” de su vida. Tenía 29 años y estaba embarazada. Y aunque su familia ya había sido informada de que padecía un devastador cáncer de mama con metástasis en hígado, pulmón y cerebro, ante ella actuaban “como para ganar un Oscar”, con semblante tranquilo y confiado. Así que cuando el doctor entró a su cuarto del hospital y, entre dientes, empezó a leerle el diagnóstico, Suárez replicó: “Perdone, pero me parece que se equivocó de historial”. Y en ese mismo instante, estremecida, se dio cuenta de todo.
La periodista cultural Patricia Kolesnicov recuerda en su libro “Biografía del cáncer” (que se puede leer completo en su blog “Un millón de amigos”) los eufemismos de su médica, después del inesperado veredicto de una biopsia en 2001. Se acercó a su cama del hospital y le informó que había “lesiones”, en lugar de aludir al hecho de que eran “malignas”. “Vamos a tener que hacer rayos y posiblemente un tratamiento con drogas”, agregó, elusiva. La doctora no dijo “trece letras”, pero Kolesnicov, según escribe, estuvo en condiciones de llenar los cuadritos: “quimioterapia”.
“Hay quienes agradecen que les mientan, y hay otros que creemos que sólo mirando de frente la enfermedad se puede dar batalla, si eso existe, o que tal vez apostemos a una batalla del inconsciente”, sostiene ahora, ya tratada y recuperada, aunque prefiere eludir la palabra “curada”: “por si acaso, una se pone humilde, como si el cáncer, a la manera de un Dios, fuera omnipresente y nos pudiera castigar esa soberbia”.El cáncer es tan antiguo que se hallaron rastros de células malignas en los restos de un Homo erectus de 4 millones de años, y en momias egipcias de 5.000 años. El código babilonio de Hammurabi, en 1750 antes de Cristo, ya indicaba honorarios para la remoción quirúrgica de tumores. Pero fue recién durante el siglo XX que se desarrollaron las otras dos modalidades terapéuticas complementarias al bisturí: los rayos y la quimioterapia. Y hace apenas unas pocas décadas se consiguieron progresos dramáticos en, por ejemplo, el cáncer de testículo y las leucemias infantiles. Los medicamentos oncológicos son la joya dorada de la industria farmacéutica. Hay miles de drogas en distintas fases de investigación. En algunos casos, como en el de aquellas orientadas a tratar el cáncer de mama, “no alcanzaría la cantidad de pacientes en el mundo para probarlas”, grafica Silvia Bonicatto, jefa de Oncología del Hospital de Gonnet. Se calcula que para 2014 cinco de los diez fármacos más vendidos en el mundo estarán destinados a tratar el cáncer, con ventas globales conjuntas en el orden de los US$ 30.000 millones.
Pero en el discurso moderno de los oncólogos, tratar el cáncer de manera exitosa ahora no sólo significa curarlo, sino también transformarlo en una especie de dolencia crónica, que puede ser manejada con distintos medicamentos, como la diabetes o la presión alta, durante períodos más o menos extensos. Por otra parte, los médicos están (o dicen estar) más abiertos a dialogar con sus pacientes sobre las opciones terapéuticas, de modo tal de compatibilizar los resultados y secuelas posibles de un tratamiento con las expectativas personales de calidad y no sólo cantidad de vida.
“Si yo tuviera un cáncer en la base de la lengua, y la única chance de curarlo implicara la extirpación de la lengua y la laringe, dejándome sin habla, preferiría no operarme”, confía a Newsweek el cirujano inglés Colin Hopper, del University College de Londres, quien vino a Buenos Aires para presentar una “terapia fotodinámica” para tumores de cabeza y cuello. “En cambio, hay pacientes para quienes cualquier chance de vivir es preciosa y no pensarían dos veces en hacer cualquier tratamiento. Hay que estar atento a esas actitudes”.
Hay otros efectos menos evidentes que una mutilación quirúrgica, pero que también son persistentes. Un estudio reciente en “Archives of Internal Medicine” revela que los sobrevivientes de cáncer tienen más riesgo de presentar trastornos psicológicos, como ansiedad y depresión, incluso una década después de finalizar el tratamiento.
“Los pacientes pasan por distintas etapas”, puntualiza el ginecólogo Soto, de la Red Oncológica. El diagnóstico suele producir impotencia, bronca, rebelión y llanto. En el tratamiento aparecen alteraciones físicas como cicatrices, amputaciones, decaimiento y caída del pelo. Y luego, cuando se acaban las sesiones de quimio o radioterapia, los pacientes se sienten desprotegidos. “Vieron tantas veces al médico que ahora no pueden estar solos”, sostiene Soto. “Valoran más la vida, pero nunca se despegan de su diagnóstico”, añade Bonicatto.
Fantino, la profesora de inglés recuperada del cáncer de mama, cuenta que recién estuvo más tranquila cuando cumplió sus primeros cinco años libres de la enfermedad. “Cada vez que uno va hacerse los chequeos y estudios, vuelve la ansiedad. Uno es sospechoso hasta que no puede demostrar lo contrario: es una condición que nos queda”, afirma la coordinadora de grupos del programa “Reach to Recovery”, que lleva adelante LALCEC en la Argentina.
María Elena Walsh, quien se curó de un cáncer óseo diagnosticado en 1981 después de dos años de tratamiento, aludió a la enfermedad en su último libro, “Fantasmas en el parque”, editado a fines de 2008. Para la escritora y compositora, lo primero que sintió tras negar y aceptar el diagnóstico fue mucha bronca y fastidio, “por lo joven que era” (tenía entonces 50 años). Y sostiene que uno no vuelve a ser el mismo después de atravesar esa experiencia. “La enfermedad me volvió más pensativa, más dolida por dentro, más retraída”, confiesa.
¿Pero hay una lección del cáncer que sirva para la vida posterior, un sentido que permita resignificar los problemas y las pasiones? Kolesnicov, quien trabaja en Clarín y está a punto de publicar su primera novela, “No es amor”, es escéptica. “¿La verdad? Soy la misma boluda de siempre, sufro por pavadas, pierdo el tiempo en cosas que no me gustan como si tuviera todo el tiempo del mundo, como si fuera inmortal; es decir, no aprendí nada. Y me alegro: me niego a aprender del dolor”, enfatiza.
En otros sobrevivientes, en cambio, rozar la idea de la muerte y afrontar la finitud de la existencia parece producir algunos efectos positivos. A Ofelia, una voluntaria del encuentro Victoriosas del Cáncer, que organiza FUCA en Buenos Aires para el 21 de octubre, le detectaron cáncer de ano hace una década, cuando tenía 54 años. Y luego debió hacer frente a una metástasis de hígado, una extirpación del útero, una reconstrucción vaginal y un tumor de peritoneo. Sin embargo, asegura estar “feliz” porque aprendió a vivir cada momento que le regala la vida, a estar presente con ella misma y con los seres amados, y a buscar su “ser”.
Noelia Buscaglia (25) parece graficar la arista más luminosa de la recuperación. Cuando tenía 14 años, y después de varios meses de síntomas inespecíficos como fatiga, fiebre al atardecer, sudores nocturnos, frío en verano o calambres, apoyó la cabeza en el sillón y sintió algo duro. Pensó que había algo en el respaldo, pero era un ganglio que le había salido arriba de la nuca. Le diagnosticaron linfoma de Hodgkin, un cáncer de los ganglios, y tuvo que recibir seis meses de quimioterapia y seis de rayos en el Hospital Garrahan. “Estuve en terapia intensiva, aunque sufrí más por la caída del pelo”, recuerda. Pero se curó. Y pese a que los médicos le habían advertido que el tratamiento podía haber afectado su fertilidad, el 21 de noviembre espera dar a luz a su primera hija, Isabella. “Yo creo que haber pasado por todo esto valió la pena”, sostiene Buscaglia, quien colabora con la Coalición Linfoma. “Crecí de golpe: pude comprender el dolor, pero también el amor. Y que siempre hay esperanza”.
En un mediodía en Dublín, la bella actriz mexicana Lorena Rojas (39) bebe un té. La noche anterior, durante una cena en el encuentro de la Fundación Lance Armstrong, había conmovido al auditorio señalando que a partir del cáncer había sido premiada por la vida por “tener la esperanza aún en los lugares más oscuros” de su corazón. Ahora, Rojas dice a Newsweek que cuando le diagnosticaron un cáncer de mama en estadio dos, un año atrás, sintió que el mundo se derrumbaba a su alrededor. “Lo primero que pensé fue: ‘¿Cómo se lo voy a contar a mi madre?’. Muchas veces durante el largo camino recorrido desde entonces me tocó darle ánimo a mi familia”, confiesa Rojas, para quien siempre que se toca fondo hay que recurrir a las reservas internas. “A diferencia de Sansón, perdí el pelo pero me hice más fuerte. Perdí mi seno, y me hice más fuerte”, agrega. Y espera, claro, vivir fuerte muchos más años.
Fuente:
NEWSWEEK
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