Intento integrar en este espacio informes, datos, opiniones, sobre el tratamiento de la Leucemia Mielóide Crónica en particular y del Cáncer en general y compartir las experiencias de vida, discutir los condicionantes socioculturales y medioambientales que determinan los tratamiento que realizan los pacientes. Aspiro a generar un espacio de comunicación con todos aquellos que como yo, realicen tratamientos por enfermedades graves. Sin pretensiones autoreferenciales, me dispongo a compartir con pacientes, familiares y médicos, la palabra, que acompañe este azaroso recorrido. Transito este tiempo con la enfermedad Leucemia Mielóide Crónica, Cromosoma Ph.+.

martes, 21 de abril de 2015

Una respuesta sencilla



La historia de cualquier LMC empieza en el interior de un hueso cualquiera del esqueleto, en la médula ósea, que es como los médicos llamamos al tuétano. Allí están las célula madre de la sangre, las que se dividen de una manera muy controlada para reponer los glóbulos rojos, los glóbulos blancos y las plaquetas de la sangre. Estas células vitales se destruyen a millares cada día, y pronto moriríamos si no fuéramos capaces de poner en circulación nuevas unidades que suplieran las pérdidas. Un mal día, algo terrible sucede en una sola de las células madre que dan lugar a los glóbulos blancos, algo que tiene que ver con los cromosomas 9 y 22 (los humanos tenemos 23 cromosomas en cada célula).

El cromosoma 9 contiene, entre millares de genes, uno conocido como Abl. Por otro lado, el cromosoma 22 lleva en su cadena de ADN el gen BCR. Ambos son genes perfectamente normales, que cumplen funciones esenciales y que todos portamos en todas y cada una de nuestras células. Lo primero que sucede en la gestación de la LMC es que el cromosoma 9 se parte justo donde está el gen Abl, mientras que el cromosoma 22 se rompe a nivel del gen BCR.
Un cromosoma aberrante
La célula intenta reparar el desaguisado, pero se equivoca, y pega el trozo desprendido del gen 9 en el punto de rotura del gen 22, juntando indebidamente ambos genes. Se acaba de crear en esa célula un nuevo gen BCR-ABL, un gen mutante, una aberración. El efecto de mezclar la función de ambos genes es explosiva; esa célula deja inmediatamente de ser normal y se transforma en cancerosa. El gen mutante se comporta como el acelerador de un coche atascado a fondo y la célula se divide sin parar, sin control.
Todas las células hijas de esa primera son idénticas a su madre, es decir, contienen un cromosoma anómalo formado por la fusión de los cromosomas 9 y 22. Se lo conoce como cromosoma Filadelfia, porque su relación con la LMC se descubrió en una universidad de esa ciudad en 1960. Cada vez hay más y más células Filadelfia-positivas que ocupan la médula ósea estrangulando a las células madre normales, privándolas de espacio y de recursos.
Pronto, las células cancerosas aparecen en la sangre, sustituyendo a las normales. La pérdida de glóbulos rojos da lugar a anemia y cansancio, la de plaquetas ocasiona hematomas y hemorragias, sin glóbulos blancos, las defensas del organismo, las infecciones y la fiebre hacen su aparición. Al hematólogo le bastará observar una gota de sangre con su microscopio para descubrir todas esas células cancerosas y sospechar el diagnóstico. Un cariotipo (la observación directa de los cromosomas) descubrirá el cromosoma Filadelfia y confirmará el diagnóstico.
Hasta hace muy poco, los únicos tratamientos posibles para la LMC eran la quimioterapia convencional y el trasplante de médula ósea. La primera ocasionaba efectos adversos muy penosos y, además, sólo conseguía mantener a raya la leucemia durante un tiempo corto, generalmente menos de un año. El trasplante de médula podía curar a algunos pacientes, pero dependía de la existencia de un donante compatible y podía presentar muchas complicaciones, algunas de ellas mortales.
Un tratamietno nuevo
A principios de los años 90, investigadores de la multinacional farmacéutica Novartis emprendieron una búsqueda sistemática de sustancias químicas capaces de interaccionar con el efecto del gen mutante BCR-ABL. Identificaron un compuesto llamado STI-571 que presentaba exactamente esa propiedad, la de enredarse en la función del gen de la LMC, desactivándolo por completo y frenando en seco la división de las células leucémicas. A partir de ese compuesto se pudo sintetizar imatinib (Glivec®), que ya es uno de los medicamentos más notables de la historia de la medicina.
Los ensayos clínicos mostraron una mejoría jamás soñada en los pacientes de LMC. En cuestión de semanas, de días incluso, los síntomas desaparecían, las células malignas se esfumaban de la sangre y de la médula ósea, siendo rápidamente reemplazadas por las células normales. Aún mejor, a diferencia de la quimioterapia, el nuevo medicamento carecía prácticamente de efectos adversos, se administraba como una simple pastilla en lugar de los engorrosos goteros de la quimio y permitía una vida del todo normal.

Hoy día, imatinib es el tratamiento de entrada de casi todos los casos de LMC. No es un tratamiento curativo, pues no destruye las células-Filadelfia, sólo las desactiva. Los pacientes pueden permanecer, sin embargo, años y años libres de leucemia aparente. Algunos de los participantes en los primeros ensayos de los años 90 siguen tomando el medicamento y sin rastro de reactivación de la leucemia. El descubrimiento del papel del gen BCR-ABL en el origen de este tipo de leucemia ha puesto en marcha una serie de investigaciones en cadena muy fructíferas. Para cuando el imatinib deje de actuar, ya existen otros dos medicamentos preparados, el nilotinib y el dasatinib.
Ricardo Cubedo
Especialista en Oncología
Clínica Universitaria Puerta de Hierro

Madrid

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